Los chicos lo abrazaron festejando el segundo gol del día. La cintura le dolía un poco menos......
Por Dante Leguizamón
¡Taqueá! ¡Taqueá! -escuchó Felipe y se dio cuenta de que el Chino seguía sin asumir el paso de los años.
Iban 10 minutos del primer tiempo, pero Felipe tenía 43 años y estaba corriendo impulsado hacia delante. El pedido de su compañero no sólo resultaba imposible. Era una crueldad.
Iban 10 minutos del primer tiempo, pero Felipe tenía 43 años y estaba corriendo impulsado hacia delante. El pedido de su compañero no sólo resultaba imposible. Era una crueldad.
La ofensa lo obnubiló y lo que era una limitada actitud de ataque se convirtió en una jugada defensiva. Enojado, Felipe comenzó a correrse hacia el lateral, cubriendo la pelota y pensando en vengarse del Chino. Mientras usaba su enorme trasero para proteger el fútbol, pensaba: “Este pelotudo qué se cree. Para tirar un taco tendría que poder detenerme mientras corro y no caerme en el intento, flexionar la rodilla izquierda que él sabe muy bien que ya tiene dos golpes y una operación, girar la cintura con los 25 kilos de más y -en el caso de poder hacerlo- no caerme al suelo de jeta.
–¡Taqueá, Taqueá! -volvió a escuchar antes de que un jugador del equipo contrario empujara la pelota al lateral.
“Pedazo de hijo de mil puta, qué se cree…” pensó de nuevo antes de darse vuelta y decirle al Chino todo lo que tenía que decirle:
“Pedazo de hijo de mil puta, qué se cree…” pensó de nuevo antes de darse vuelta y decirle al Chino todo lo que tenía que decirle:
–Disculpá, no te escuché (un jugador limitado debe guardar su dignidad hasta el final).
El equipo estaba compuesto por un grupo de amigos que habían comenzado a jugar juntos desde la secundaria. Treinta años después su palmarés estaba compuesto por dos finales perdidas, según ellos “dignamente”, dos derrotas en partidos por sendos terceros puestos (aducían que esas caídas se debían al bajón anímico tras perder otras tantas semifinales), varias decenas de eliminaciones en instancias menores y dos títulos de fair play en torneos de cuatro equipos. Pero si en algo eran los mejores, era en la capacidad de pelearse dentro de la cancha. El Chino, único que había soñado con una vida de futbolista profesional, comenzaba a insultar a los compañeros a los 30 segundos de juego y eso disparaba una seguidilla de insultos cruzados que sólo se cortaba al finalizar los encuentros. Andrés decía que había abandonado el equipo porque el Chino era “un comilón”. Sin embargo, todos sabían que con 40 kilos de más se había dado cuenta de que seguir en las canchas era riesgoso para su salud. Gabriel, en cambio, dejó de ir porque nunca pudo dejar la noche y se la pasaba vomitando durante los partidos.
Con Gustavo los inconvenientes radicaban en sus problemas psiquiátricos y cierta dificultad para manejarse con “la autoridad”. Si era suplente pateaba la pelota a la cancha para hacer tiempo y si entraba insultaba al árbitro, pegaba innecesariamente y acostumbraba dejar al equipo con uno menos. Otro abandónico era Damián, que nunca aportó demasiado y había pasado a la historia por romperse la rodilla en un precalentamiento.
La única vieja esperanza era Joaquín, “el goleador de ayer” que aún seguía siendo el único flaco con capacidad de correr, pero había dejado de ser un delantero terco y enceguecido por la red para convertirse en un dócil y prolijo modelo de calzoncillos para hombres mayores. El prestigio ganado entre las mujeres era inversamente proporcional al respeto que le perdieron los rivales. Por último, Carlitos, que había sido un zaguero “temible” -por sus pifias- ahora hacía las veces de técnico.
Diez años antes el objetivo era ganar campeonatos. Después, lo más importante fue poder jugar y últimamente se iban contentos si los dolores pos partido no eran demasiado intensos.
Lo único que les daba posibilidades de ganar era la incorporación de cuatro jugadores nuevos. El Loco Gutiérrez, un arquero que estaba internado en el psiquiátrico y ellos retiraban antes e internaban de nuevo después de los partidos; Nostalgia, un compañero de trabajo del Chino que tenía 20 años pero se la pasaba hablando y contando anécdotas de un pasado que no había vivido; el Curda, un número dos que decía que le gustaba pegarle de tres dedos, pero siempre apuntaba a la pierna de los rivales y el único que se entendía en la cancha con el Chino: Allende, también conocido como Julepe porque hacía todo bien hasta que llegaba al arco y las dudas lo consumían.
El enojo de Felipe por aquella exigencia absurda del Chino continuó hasta el entretiempo. Cuando fueron a tomar agua, activó la venganza con cizaña:
–Chino si no distribuís el juego con criterio vamos a seguir perdiendo toda la vida, eh -le dijo, y todos se quedaron mirando.
En tantos años el desubicado había sido siempre el Chino, así que la acusación de Felipe funcionó como un disparador de venganzas colectivas.
En tantos años el desubicado había sido siempre el Chino, así que la acusación de Felipe funcionó como un disparador de venganzas colectivas.
–Tiene razón - retrucó Carlitos con la autoridad de ser técnico-. Esto es un equipo macho. Hace 20 años que no lo entendés.
–Te la pasás insultando -continuó Joaquín, mientras se tiraba agua en la cabeza, mirando de reojo a las mujeres de los jugadores del equipo contrario. (Nunca entendieron por qué a ellos las mujeres nunca iban a verlos).
Fue entonces cuando el Chino tiró su propia bomba. Los miró a todos y dijo. “Hoy es mi último partido muchachos, me cansé. No vengo más”.
El regreso a la cancha fue una tristeza. El Chino estaba apagado, como vencido. Joaquín corría sólo cuando la pelota estaba cerca de la platea femenina y Felipe, culposo, siguió haciendo lo de siempre, patearla para arriba. Cuando la suerte estaba echada sucedió el milagro. Julepe la fue a pedir en la defensa y tocó al lateral para Felipe que avanzó unos metros y se la devolvió. La pelota entonces le llegó al Chino, que se hizo un auto pase y corrió en diagonal al tiempo que gritaba el nombre de Joaquín. Éste se estaba acomodando el pelo, pero corrió. Detrás suyo iba Julepe y en el centro del área esperaba Nostalgia. El pase del Chino fue perfecto, Joaquín -incapaz de dar un pase- le quiso pegar de bolea pero le salió un centro y la pelota le pegó en la espalda a Nostalgia para terminar en la red.
Tras la sorpresa llegó el abrazo grupal acompañado de gritos y alguna lágrima. Habían vuelto a ser un equipo. En los 15 minutos siguientes les hicieron tres goles y lo echaron al Curda, pero a ninguno le importó. Cuando terminó el partido ya nadie se acordaba de los insultos y la amenaza del Chino. Volverían el sábado, como siempre.
Cuando llegó a casa, Felipe no soportaba el dolor de cintura, pero al ser abordado por sus hijos relajó los pómulos.
–¿Cómo salieron Papá?
–¡Ganamos! -mintió él, por supuesto.
–¿Hiciste un gol?
–No, pero di el pase: yo estaba dominando la pelota. De repente me salieron a marcar tres y el Chino me la pidió. Me iba a dar vuelta, pero decidí tocársela de taco para dejar a los tres defensores mal parados, confundidos. El Chino se la tocó a Nostalgia que definió solo.
Los chicos lo abrazaron festejando el segundo gol del día. La cintura le dolía un poco menos.
Los chicos lo abrazaron festejando el segundo gol del día. La cintura le dolía un poco menos.
* http://www.diaadia.com.ar/deportes/cuento-taquea